Leer el siguiente fragento, deberan elaborar un glosario de aquellas palabras poco comunes.
El Pinto.
Chilindrina era una perrita poblana, gordita, muy lavada, muy blanca,
con su listón azul al cuello, siempre dormitando en las faldas de doña
Felicia, su ama, que era dueña de un estanquillo y había concentrado en
ella todo su amor de vieja solterona. Cuidaba del buen nombre del animal
como las madres cuidan de la inocencia de sus hijos, y casi murió de
dolor cuando supo la terrible noticia: Chilindrina, la doncella sin
mancha, había tenido amores con el Capitán, escuintle horroroso de un
zapatero vecino: frutos de estos amores fueron la Diana, el Turco y el
Pinto, de quien voy a ocuparme.
Era un perro de pueblo, enteramente flaco, de orejas derechas y
agudas, ojo vivaz, hocico puntiagudo, grandes pelos lacios y cerdosos,
patas delgadas y cola pendiente; era de esa clase de perros de raza
indígena que tienen una semejanza con los lobos, de un color amarillo
sucio manchado de negro, lo que le valía su nombre de Pinto. Su historia
puede encerrarse en estos capítulos: el hogar, el cuartel, la calle, la
vagancia.
Muy pocos días duró bajo el brasero en el cajón de vino, lleno de
trapos manchados de petróleo que le sirvió de cuna. Aún no abría bien
los ojos, que tenían esa opacidad azulosa de los recién nacidos, aún su
paso era débil, cuando lo regalaron a la primera que lo pidió, y fue
doña Petra, portera del 6 de Mesones, señora fea que, no teniendo quien
la amara, amaba a los animales. Un gato se le había desertado, y para
mitigar la ausencia iba a sustituirlo con un consentido más fiel: el
Pinto. Con calma maternal daba las migas de pan en leche al tierno niño,
lo acostaba en un rincón envuelto en trozos de alfombra, lo arrullaba
en el regazo y en horas de quehacer lo exponía al sol tibio de la
mañana; ahí reposaba el Pinto cazando moscas al vuelo, dando paseos
cortos, oliendo las juntas del embaldosado y acostándose de nuevo,
previas las vueltas de ordenanza.
Creció, y comía entonces las sobras que daba a su ama una familia de
la vivienda principal. Su vida era sedentaria; se reducía a vegetar y no
salía del zaguán de la casa, porque sentía un temor invencible por los
transeúntes, los coches y los perros más grandes que él. Cuando el ama
salía, lo dejaba encerrado, y más de una vez se oyeron tras la puerta
aullidos lastimeros a los que respondían frases coléricas de los vecinos
nerviosos.
Vivían arriba dos niños que al irse al colegio le arrojaban un pedazo
de pan y al volver le hacían un cariño, diciéndole con voz muy dulce:
“Pintito, toma”, y tronándole los dedos lo llamaban en dirección a la
escalera. Él los hubiera seguido, pero le inspiraba serios temores
aquella ascensión peligrosa y, sobre todo, la opinión de su ama. Un día
se decidió a subir, los Angulo lo colmaron de cariños, lo hicieron
corretear por el corredor, enseñándole y escondiéndole un pañuelo que
desgarraba a mordiscos, y los hacía exclamar con infinito placer: “¡Sabe
jugar al toro!” Ya era amigos: ya el pobre Pinto seguía a la criada
hasta el colegio, y con disimulo señalaba su huella en todas las
esquinas para reconocer el camino. Aparecían los Angulito, y corría con
esa vivacidad infantil propia de una gran emoción.
Todo lo sufría el buen amigo; que lo ensillaran, lo vistieran de
muñeco, lo hicieran tirar de un carrito de palo lleno de ladrillos, lo
forzaran a saltar por el mango de una escoba, o hacer de toro y hasta de
verdugo, cuando alguna rata infeliz salía de un agujero por sus negras
desdichas. Sin embargo, ¡qué de temores en aquellas visitas! ¡Qué odio
debía tenerle aquella señora descolorida que lo veía con ojos tan malos y
lo hacía despejar el corredor!
Una ocasión los niños no lo llamaron como otras veces y él subió. La
criada lo esperaba tras de la puerta y lo llamaba ¡cosa rara! con voz
dulce. Acudió y entonces lo suspendió por el aire tomándolo por el
pescuezo; lo llevó a un rincón del corredor, le restregó el hocico
contra un ladrillo sucio y le pegó de escobazos. En vano aulló, en vano
decía con los ojos “¡yo no he sido!”; la fuerte mocetona le pegó duro, y
los niños lo veían con inmensa compasión tras de los vidrios.
¡Pobre Pinto! Su ama lo abandonó. Días enteros se pasó en las calles
oliendo todos los rincones y en busca de ella. Aulló a la puerta de la
antigua portería hasta que una vecina se compadeció de él; era una mujer
de cascos ligeros que tenía amores con un albañil. Hacían tres viajes
diarios hasta la Alameda para que comiera en una banca el señor aquel
lleno de cal. Gravemente sentado, esperaba que le echaran su piltrafa de
carne: como perro bien educado, ni parpadeaba.
Después, el amor de su nueva ama pasó a un soldado y supo lo que era
la vida de cuartel. Comió el vil rancho, tuvo amistad con gentes
malignas; pero sucedió lo que tenía que tenía que suceder: el regimiento
salió y de nuevo lo abandonaron.
¿Qué comer? Si se detenía en la puerta de una fonda, le aventaban
unas tenazas; si iba a una carnicería lo pateaban; si encontraba un
hueso, se lo arrancaba otro can famélico más fuerte que él. En aquellos
días se apiadó de él un viejo de barba blanca y sucia, pantalones rotos y
zapatos llenos de agujeros: era un mendigo que se fingía el ciego.
Todo el día se pasaba a la puerta de las iglesias donde había función
o jubileo. El amo, apoyado en el grasiento bastón en forma de báculo y
él, amarrado del cuello con un mecate lleno de punzantes hilos. Comió
las tortillas heladas y los mendrugos de pan frío de la miseria; sufrió
los palos de más de un sacristán, y tenía también, en aquella época, un
aire de mendicidad, la cabeza gacha, los ojos tristes, el rabo entre las
piernas, y hecho un esqueleto...
Estaba predestinado para el martirio. Su amo, el falso ciego, robó
una vez y lo condujeron a la inspección. ¡Terrible noche al aire libre!
La pasó en la puerta de la comisaría y nunca olvidó la escena del día
siguiente: el rostro demacrado del amo, que acompañado por muchos
pillos, con un jarrito colgado a la espalda, entre dos hileras de
gendarmes fue conducido hasta Belén. Quiso entrar, pero no tuvo ni una
mirada de despedida de su amo, y sí un culatazo de un centinela.
¿Qué hacer? Caminar al acaso. Anduvo calles y más calles, fatigado,
sudoroso, sediento, y lo recibían en los barrios con ladridos de
amenaza.
El hambre lo postraba; ni una fonda, ni una carnicería, ¡nada! El
aislamiento, el verano de calores quemantes, la repulsión en todas
partes; buscaba la sombra en el hueco de un zaguán, y crueles porteros
lo espantaban; seguía a alguien, y aquel alguien, al entrar a su casa,
dando una patada en el suelo, le cerraba las puertas en los hocicos.
¡Pobre Pinto! Dos veces intentó olvidar con el amor su desdicha, pero
las dos fue desgraciado. Ya casi había conquistado a una desconocida,
cuando un señor alto, moralista tal vez, lo espantó pegándole un
bastonazo; lo iba a machucar un tren, y perdió a la dama. Su segunda
tentativa fue tan desgraciada como la primera: un Terranova, abusando de
la fuerza, le arrebató a la que tanto había soñado. ¡Pobre Pinto!
Llegaron aquellas noches interminables de vagancia, aquel husmear
continuo en todos los rincones, a la puerta de las accesorias, esperando
que arrojaran al caño el agua sucia de la cena, para pescar un hueso y
huir con él donde nadie se lo disputara; rebuscar en los montones de
basura; seguir a los ebrios para... ¡Qué fúnebres rondas hacía con otros
compañeros de desgracia! Se olfateaban los unos a los otros para
saludarse, se mordían, ladraban, y un vecino les arrojaba agua desde un
balcón; dormían hechos rosca en el umbral de una puerta.
Eran noches de pesadillas terribles. Pinto soñaba estar en una azotea
con la cazuela de sobras repleta, subía la Diana, le hablaba de amores,
junto al tinaco le decía: “eres mi vida”, y ¡paf! Un señor que entraba a
deshoras a su casa, lo despertaba con un puntapié. Aquello no era vida,
los carretones de basura no traían ni un solo hueso que roer, y cuando
lo había, la fuerza bruta se lo arrancaba de los dientes.
Evocaba aquel pasado siempre adverso: ¿para qué había nacido? ¡Sin
creencias, sin paraíso, sin palabras siquiera para pedir un mendrugo! Y
cazaba moscas al vuelo o saciaba su sed en los charcos.
Una mañana lo llamó un señor y le arrojó un pedazo de carne. ¡Al fin!
Sí, sí; había indudablemente un espíritu protector de los hambrientos;
sintió una embriaguez de placer al aspirar el aroma tibio de aquella
pulpa, y ¡era fresca! y la comió con glotonería. Un fuego devorador
circulaba por sus venas, parecía que desgarraba sus entrañas, sus
miembros se estremecían en dolorosas convulsiones; tambaleaba como un
ebrio y, por fin, se desplomó. ¡Lo habían envenenado!
¡Qué cuadro! Yacía en el lodazal. Todo fue crueldad en aquellos
momentos. Un carro al pasar le trituró una pata; había un círculo de
curiosas, criadas que volvían de la compra; mandaderos con la canasta en
la mano y que se entretenían en picarlo para provocarle largos
estremecimientos convulsivos. La cabeza caída, los ojos inyectados fuera
de las órbitas; los blancos colmillos descubiertos, la lengua de fuera,
el hocico abierto y babeante; la respiración de un sofocado, y las
patas agitándose en nervioso desorden. ¡Y aún en su agonía lo azuzaban y
se reían de sus contracciones de epiléptico! Ni una queja, ni un
ladrido... Los niños Angulo pasaron y se detuvieron, sus ojos infantiles
lo vieron con gran tristeza, y los oyó murmurar:
–¡Pobrecito! y se parece al Pinto.
Era el Pinto: ¡qué flaco estaría para ser inconocible! Después de un último sacudimiento quedó inmóvil.
El carro de la limpia fue su ataúd y el muladar su cementerio. Ahí,
sobre montones de ceniza, cascarones de huevo, zapatos rotos, harapos y
momias de gato, fue arrojado junto a un casco de botella; quizá lo
hubieran devorado los mismos que lo acompañaron hasta su última morada,
si no hubiera habido otro entierro, el de un caballo que llegó en un
carretón con una bandera blanca y escoltado por canes hambrientos que
hicieron de sus despojos una atroz carnicería.
Lamiéndose los bigotes dijo uno de los comensales: “He aquí al Pinto,
ciudadano honrado, de origen noble, fiel, trabajador, digno de un cojín
de viuda o de una azotea de ranchería, convertido en cadáver y
¡envenenado!... Pero ¡esta es la vida!” Y se alejó al trote por el
potrero, donde ya las sombras se extendían; el crepúsculo daba un fulgor
sangriento a aquel cuadro y perfilaba en el horizonte las siluetas
macabras de esas limosneras que remueven las basuras para encontrar
hilachas.
La sombra tendió sus alas de búho en aquel cementerio de cosas viejas y animales muertos. Cementerio sin epitafios.
¡Cuántos desdichados hay que, con forma humana, no son sino perros que hablan y que visten pantalones!